“El coleccionista” (1965)
El carácter compulsivo y
excéntrico que acompaña, por lo general, a las personas que dedican una gran
parte de su vida a recolectar algún tipo de obra de arte, trasto o cacharro, es
lo que refleja una de las últimas películas que dirigió William Wyler, con
guion de Stanley Mann y John Khon, adaptando para ello la novela de John
Fowles.
Freddie Clegg (Terence Stamp), un
individuo anodino que resulta agraciado con un premio en los juegos de azar,
decide poner en práctica lo que para él cree que consiste una relación
sentimental. De la misma manera que se dedica a cazar bellas mariposas para
incluirlas en su extensa colección, aplica el mismo procedimiento y rigor para
hacerse con una atractiva jovencita, Miranda Grey (Samantha Eggar).
La pareja protagonista va
desarrollando a lo largo de la trama una serie de comportamientos y acciones en
función del duelo psicológico que se plantea a partir de la captura por Freddie
de su codiciada presa. Es de destacar el detalle apuntado sobre la
extravagancia y misantropía de las que adolece Freddie, cuando Miranda le
invita sutilmente a la lectura de “El guardián entre el centeno”; novela
en la que Salinger acentuó la aversión a la sociedad por parte del inadaptado
Holden Caulfield (años después resultaría ser el libro de cabecera de Mark
David Chapman, quien acabara con la vida de John Lennon).
Las colecciones de pintura son
quizá el referente más popular o mediático que se saca siempre a colación por
el indiscutible valor patrimonial y mercantil que acarrean, así como por el esfuerzo
de las instituciones públicas en proteger la obra, tanto de artistas nacionales,
como internacionales. Fue a finales del siglo diecinueve y principios del
veinte cuando la fiebre coleccionista empezó a repuntar. Ya Edith Wharton, en
su novela “La edad de la inocencia”, había reflejado esa tendencia por
parte de la clase alta neoyorquina, una época previa a la irrupción de los
Rockefeller y los Guggenheim de turno. En “El coleccionista”, Miranda
es, curiosamente, estudiante de arte, y es sintomática la conducta de Freddie
cuando se exaspera y le cuesta reconocer la belleza de “Las señoritas de
Avignon”, al mirar de reojo un manual de Picasso.
La compleja personalidad que
acompaña al coleccionista se refleja igualmente en el filme de Giussepe
Tornatore, “La mejor oferta”, de similar trasfondo que “El
coleccionista”, y en donde Virgil Oldman (Geoffrey Rush), un atildado experto
de arte que trabaja para las casas de subastas se ve inmerso en un ambiente
adulterado que desemboca en un sorprendente y desesperado final. Personas
allegadas a su entorno se valen de sus sentimientos para aniquilarle económica
y moralmente. De la misma forma artera a como acontecía en “Nueve reinas”,
el título del director argentino Fabián Bielinsky.
Otro personaje ilustre, que reúne
las características y los epítetos que se han ido acumulando respecto al perfil
analizado, es Honoré de Balzac. El magnífico biógrafo que fue Stefan Zweig, en
su fantástico libro sobre el escritor francés (“Balzac: La novela de una
vida”), subraya lo siguiente: “Balzac, el coleccionista, que escudriña
toda tienda de cachivaches, con el fin de descubrir un Rembrandt que cueste
siete francos y un plato de Benvenuto Cellini que cueste doce sous…”
Se podría afirmar que el común
denominador, tanto de “El coleccionista”, como de “La mejor oferta”
es el conflicto que se genera entre el materialismo inerte frente al vitalismo
de la sensibilidad, o la propia confusión de ambos conceptos o, incluso, la
superación de uno de ellos en detrimento del otro. Algo de ello hay también en
“La colección”, el inquietante texto dramático de Juan Mayorga, en el
que un matrimonio se ve en la tesitura de buscar a alguien que pueda hacerse
cargo en el futuro, de los múltiples objetos que han ido acumulando a lo largo
de su vida y que identificaron por topónimos y fechas en función de su hallazgo.
Resulta brillante la comparación que utiliza Mayorga, sirviéndose del grato descubrimiento
de la palabra idónea para un narrador o poeta, cuando el dramaturgo inmiscuye
en el propio argumento una pincelada de su genio. En un momento determinado de
la representación, el personaje interpretado por José Sacristán señala que
desprenderse de una valiosa pieza de la colección, supone algo así como cuando
el escritor decide desechar, por cuestiones de estilo, una rebuscada palabra
que tanto trabajo le ha costado encontrar.
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