“El tribunal de la comedia” (1962)
El humor británico casi siempre
ha sido una garantía de éxito. La calidad de sus intérpretes y la sutil ironía
que impregnan sus textos son las características principales que avalan su meritorio
reconocimiento en la creación de comedias o farsas. Y eso no es moco de pavo,
ya que el propio género, ya sea en su vertiente literaria, teatral o
cinematográfica, ha sido y es peliagudo y difícil de abordar, ya que hay tantos
sentidos del humor (y momentos predispuestos para ellos) como individuos
repueblan la faz de la Tierra. De ahí que el resultado en la intentona pueda
pasar de la apoteosis exultante al más ridículo de los fracasos, no suele haber
medias tintas.
James Hill, antes de que pasara a
la posteridad por su naturalista y emocional retrato de los felinos de la
selva, léase “Nacida libre”, se encargó de pasar a la gran pantalla la
adaptación de la primera obra teatral de John Mortimer, “The Dock Brief”,
un interesante autor que fue ascendido a la categoría de Sir, y cuyo guion lo
trabajó Pierre Rouve.
Dando vida a los personajes, la flor
y nata de la interpretación inglesa y, como no podría ser de otra manera,
también con rimbombantes títulos nobiliarios en su haber: un Barón, Richard
Attenborough, muy prolífico actor, pero no menos interesante director; y un
Comendador de la Orden del Imperio Británico, el camaleónico y magnífico Peter
Sellers. Ahí es nada.
¿Y quién es la pareja
protagonista de este relato aderezado de la inconfundible sorna marca de la
casa? Pues, por un lado, un ingenuo vendedor de semillas y amante de los
periquitos, agobiado por la insufrible convivencia con una esposa
escandalosamente risueña; y, por otro, un animoso y poco solicitado abogado,
más proclive a los crucigramas que a las leyes y que debe dar todo lo mejor de
sí mismo por defender al primero.
La narración de la película es
trepidante, como suele acontecer cuando se trata de metrajes breves, destacándose
una exhaustiva labor de montaje con el empleo, sobre todo, de la superposición
de imágenes utilizadas para vislumbrar el pasado del procesado y el letrado,
mientras éstos permanecen durante el flash back en un segundo plano
atisbando la escena pretérita.
Si de lo que se trata es, como mínimo, de esbozar una
sonrisa, “El tribunal de la comedia” se presta a ello y, aunque la
carcajada generalizada hubiese supuesto música celestial para el equipo
productor en su momento, la moderación (que no la contención) debe imperar. En
caso contrario, una desmesurada hilaridad podría conducir a la surrealista comisión
de un delito, como ocurre en la película y, en otros casos, como en “Día de
lluvia en Nueva York” de Woody Allen, suponer el manifiesto inconveniente para
que el hermano del protagonista no llegue a formalizar su matrimonio. ¡Hay que
ver, qué poco sentido del humor tienen algunos!¡Qué distintos somos y qué poco
nos aguantamos!
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