“Un rayo de luz” (1950)

Finalizada la película y evocando los títulos de crédito iniciales, uno reflexiona acerca de si la denuncia racista que plantea “Un rayo de luz”, cae en saco roto. Esto viene a cuento del encabezado de presentación de los intérpretes, en el que el señor Sidney Poitier no figura en el triunvirato estelar junto con Linda Darnell, Richard Widmark y Stephen McNally. Es cierto que pesa el caché, pero hablando de cargas, el amigo Sidney se echa a la espalda en esta ocasión el grueso de las apariciones y no por ello resulta tan agraciado como sus privilegiados compañeros.

Joseph L. Mankiewicz dirigió al equipo técnico y artístico y, junto con Lesser Samuels, escribió el guion que fue seleccionado para optar a los premios de la Academia de Hollywood en 1950. La siempre esmerada fotografía del legendario y prolífico Milton Krasner y la música creada para la ocasión por el no menos prestigioso Alfred Newman, certifican que la 20th Century Fox puso a funcionar sin remilgos a todos sus recursos disponibles.

Y qué talento persistente el de Mankiewicz a la hora de planificar películas. A juicio de quien esto suscribe, prácticamente toda su filmografía está dotada de una perfección y elegancia dignas de encomio, consecuencia lógica de unos guiones inteligentes y muy trabajados.

En “Un rayo de luz” se puede apreciar la brillantez aludida, ya sea en los diálogos geniales insuflados en algunos momentos de un torrente pasional desbordante (la balacera de sentencias que salen de las bocas de los personajes de Darnell y Widmark es apabullante); o bien, incluso, en el detalle en la construcción de secuencias, como el episodio del secuestro de Darnell por Widmark y su hermano mudo en el que una mirada cómplice de éste hacia la chica cuando la lámpara oscila es suficiente para entender todo el significado que ello encierra.

La hábil “cintura” para sortear las limitaciones impuestas por el Código Hays en aquella época (recuérdese igualmente que son los albores del macartismo), no hacía sino poner a prueba la creatividad de los directores para poder sacar adelante historias atractivas que no se desbordaran por los cauces morales que absurdamente habían impuesto los ingenieros de la ética. Sea como fuese, ni en aquellos tiempos, ni en los venideros, nada ni nadie podrá impedir que la tempestuosa naturaleza humana arrolle cualquier tipo de dique artificial mal asentado que se pueda interponer en su inexorable fluir.              


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