“La bella Maggie” (1954)
Se tira casi siempre de la tan
manida frase de que “todo está ya inventado”, o también de su prima
hermana, “no hay nada nuevo bajo el sol”, pero lo cierto es que no he
tenido la ocasión de encontrar referencias de un género cinematográfico que
aglutine todos aquellos títulos que relaten las hazañas o las peripecias, o incluso
las afectuosas relaciones de peculiares individuos con artefactos, máquinas, o
cualquier otro aparato, ya sea móvil o inmóvil, desprovisto de alma (¡o no,
vete tú a saber!)
Haciendo caso omiso de la
unamuniana frase, decido inventar el género del cacharro, en el que podría
tener cabida, por supuesto, la descacharrante “Aquellos chalados en sus
locos cacharros”; o la tierna y emocionante película de David Lynch, “Una
historia verdadera”. Pero antes de estas dos joyas, cada una ellas inclinándose
por la vertiente de la comedia, y por la del drama, respectivamente, nos toparíamos
con “La bella Maggie”, producción británica de los estudios Ealing, en
la que agraciada Maggie no es sino una destartalada y traqueteada embarcación.
Alexander Mackendrick, director
norteamericano afincado durante un tiempo en Inglaterra, firmó esta fábula
naviera, uno de sus menos celebrados trabajos de su no muy extensa filmografía,
y rodada con anterioridad a dos creaciones imprescindibles: su apabullante e
hilarante “El quinteto de la muerte”; y la que se considera su obra
maestra, “Chantaje en Broadway”.
Para desarrollar el relato
escrito por William Rose, Mackendrick contó con el venerable actor Alex
Mackenzie (paronimias del destino), principal responsable para transmitir la
pasión por Maggie y que es, al fin y al cabo, la trama de toda la narración. Su
personaje, en su bendita tozudez, se asemeja en mucho a Alvin Straight, el
honorable anciano interpretado por Richard Farnsworth, en la citada realización
de David Lynch (y por qué no citar ahora a José Isbert, inasequible al
desaliento por hacerse con su ansiado vehículo, en ese prodigio llamado “El cochecito”).
Además de Mackenzie, en el elenco
también participaría Paul Douglas, que dos años antes había rodado la
turbulenta y tensa “Encuentro en la noche”, a las órdenes de Fritz Lang;
y el miembro de la Orden del Imperio Británico, Hubert Gregg, cuya labor, una
mezcla de elegancia y torpeza dotan a su interpretación de una vis cómica
desbordante.
“La bella Maggie” está
repleta de secuencias y fotogramas inolvidables, pero citaré tan sólo dos: la
celebración del cumpleaños de un centenario vecino de una localidad en donde
recala la tripulación; y el plano general en el que se aprecia a Maggie varada
en un lago como consecuencia del descenso de las aguas.
Degustando este magnífico filme,
me ha venido a la cabeza una de las cumbres del séptimo arte, uno de los
títulos más aludidos cuando se realizan encuestas sobre las mejores películas
de la Historia y preguntan a las personalidades del cine. Me estoy refiriendo a
esa maravilla titulada, “L’Atalante”.
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