“Buen viaje, Pablo” (1959)

A Ignacio F. Iquino, director de “Buen viaje, Pablo”, le ha ocurrido como a tantos otros profesionales que no han sido lo suficientemente reconocidos en vida y luego se les reivindica ya demasiado tarde, por lo general, post mortem (de una manera ya inefectiva, sobre todo para el reivindicado). El caso de Iquino es más incomprensible aún por su extensísima filmografía, aun cuando en ésta tengan cabida obras de mayor o menor calidad.

Ubicada prácticamente en la mitad de su carrera, “Buen viaje, Pablo”, es una excelente película, muy elaborada en su puesta en escena y en la que llaman poderosamente la atención unos encuadres muy estudiados destacando, entre ellos, unos llamativos contrapicados en algunos de sus planos.

A partir de un guion de José Luis Colina, Iquino traslada a la pantalla el desasosegante y dramático porvenir de Pablo Losada (Ettore Manni) un viajante de comercio del área mediterránea que, al perder el tren en uno de sus múltiples desplazamientos, ve truncada una de sus máximas ilusiones.

A todo el equipo técnico, pero especialmente, al de producción (Ramón Comas, Aureliano Campa y Julia S. de la Fuente) se le debe el magnífico trabajo en la búsqueda idónea de las localizaciones y el propio rodaje en las mismas, y cuyas imágenes dejan un valioso documento histórico de la Barcelona de finales de la década de los cincuenta, así como la minuciosa y fidedigna reconstrucción de un proceso judicial; de lo mejor que se haya podido realizar en este sentido en el ámbito cinematográfico, desde la instrucción del sumario hasta el propio juicio oral. 

El elenco es digno, asimismo, de destacarse, sobre todo para recordar a personalidades de la interpretación tan importantes y merecedoras de especial mención como José María Caffarel, en su papel de abogado defensor; Manuel Díaz González, como fiscal; Carlos Casaravilla, el ilustre psiquiatra de oscuro pasado; o María del Valle en el frívolo personaje de Inés.

La música, compuesta por otro insigne profesional, Jaime Mestres, acompaña adecuadamente la narración, especialmente la pieza “Un sábado por la tarde”, a la que recurre insistentemente Pablo en su evocación de una nostalgia perdida, y que sirve para la aparición en el filme de uno de los artefactos más maravillosos que haya creado el ingenio humano: la gramola.

Una vez más el destino como trasfondo de la ficción y la importancia de aquellos nimios y momentáneos acontecimientos que pueden alterar el transcurso de toda una vida, un sutil cambio de agujas del que, en ocasiones, no se es consciente. Así le acontece también a otro inolvidable viajante de comercio, Sebastián Odollo, el protagonista de la estupenda novela “Camino de perdición”, de Luis Mateo Díez.

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