“Los jóvenes salvajes” (1961)
Curiosamente, del mismo año de
producción de la mítica, multipremiada y legendaria “West Side Story”, “Los
jóvenes salvajes” de John Frankenheimer, comparte mucho más que
contemporaneidad con la película de Robert Wise y Jerome Robbins. Por ejemplo,
un prólogo antológico haciendo uso igualmente de un travelling perseguidor de los
andares enérgicos de chavales airados, apoyado en la partitura de David Amram, cuya
labor quizá no supuso la excelencia a la que llegó Berstein, pero cuya maestría
como músico está fuera de toda duda.
En cualquier caso, el germen de “Los
jóvenes salvajes” se encuentra en la iniciativa del tándem productor
compuesto por Harold Hecht y Burt Lancaster, inquieta e innovadora pareja
creativa que iba buscando un trasfondo social y, a la vez, polémico, muy
característico de las películas que se iban a realizar en la década de los
sesenta.
Lancaster, ¡ay, Burt, amigo! ¡cómo
se las hiciste pasar al bueno de John! Y aun así repetiríais unas cuantas
ocasiones más y ¡con qué resultados!, “El hombre de Alcatraz”, “El
tren” y “Siete días de mayo”. Tempestuosos encontronazos entre dos
personalidades que buscaban la perfección cada uno en su cometido: un
Lancaster, metido en la producción con una necesidad imperiosa de lograr la
exquisitez en la interpretación; y un Frankenheimer concienzudo, curtido
previamente en teatro y televisión. Francisco Javier Urkijo, en su minuciosa e
interesante biografía de Frankenheimer, hace un repaso pormenorizado de la
relación entre los dos rigurosos profesionales cuando, precisamente, se detiene
a examinar “Los jóvenes salvajes”.
El guion lo suscriben Edward
Anhalt y JP Miller, adaptando la novela de Evan Hunter “A matter of
conviction” (una obra de Hunter sirvió también para que un año antes
Richard Quine rodara la magnífica “Un extraño en mi vida”). Estamos,
pues, ante una historia de confrontación de bandas rivales por asuntos de
identidad de raza y territorios marcados, entreverada con problemas de
adaptación y una dosis de sexualidad omnipresente pero reprimida, en la que se activan
los resortes de una Administración de Justicia influenciable por intereses
políticos en liza (“La verdadera administración de la justicia es el pilar más
firme del buen gobierno” es el aforismo que se cuela en uno de los planos)
Más entresijos del rodaje. La impetuosa
relación sentimental entre Shelley Winters y Lancaster acaecida dos lustros
atrás se hizo patente en la escena en la que ambos mantienen un tenso y altisonante
careo respecto a la educación del hijo de Winters. Tal fue la cosa que los ecos
de la confrontación verbal hicieron que se personara un alarmado vigilante de
seguridad para cerciorarse de lo que ocurría. Así lo cuenta Kate Buford, la biógrafa
de Lancaster.
Y un último episodio centrado en
el destino caprichoso, las carambolas, los cruces de caminos, en definitiva, el
hado. Esta película sembró la semilla de títulos tan grandes como “Las
aventuras de Jeremiah Johnson”, “Yakuza” o “Memorias de África”.
El suceso fue así: Frankenheimer encomendó a un jovencito de veintiséis años la
preparación interpretativa de la banda de los Thunderbirds, un trabajo tan encomiable
que Lancaster se fijó en él, le citó y mantuvo una breve charla durante la cual
descolgó el teléfono y llamó a su agente, Lew Wasserman, para informarle sobre el
talento que tenía delante. El mozalbete en cuestión se llamaba, efectivamente,
Sidney Pollack.
Comentarios
Publicar un comentario