“Nunca canté para mi padre” (1970)
“La muerte acaba con la vida,
pero no acaba con una relación que continúa su lucha en la mente del
superviviente hacia una resolución que quizás nunca encuentre.”
Una última frase del guion de
Robert Anderson que cierra esta maravillosa película y que sirve también como
preámbulo de una narración que, como tantas otras, partía de una primera
representación sobre los escenarios y fue luego trasladada a las pantallas por
el mismo autor con un magnífico resultado.
El director Reginald Cates (al
cargo de la producción en Broadway) se sirvió de tres grandes nombres de la
interpretación que contribuyeron a que la calidad final alcanzada fuese
sobresaliente. Un todopoderoso Melvyn Douglas, una brillantísima Estelle
Parsons en una breve aparición y Gene Hackman, cuya presencia natural ante la
cámara ha solido generar en el espectador ese plus de atractivo y credibilidad
del personaje. Una ciencia infusa donde las haya, imposible de aprender y de entender.
Precisamente, con las escenas de
los actores masculinos es donde se llega a ese punto emocional necesario para
dar consistencia a una trama sustentada en la siempre interesante relación
paternofilial. El cine ha dado, a este respecto, títulos sublimes en dicho
apartado. Desde la búsqueda del hijo ausente por parte de un padre desesperado y
enloquecido que arrostra la ignominia de un régimen político, “Missing”
(Lemmon inconmensurable); pasando por la violencia ejercida por un padre
despótico y exigente para que su hijo alcance la excelencia ejecutando el Concierto
para piano número 3 de Rachmaninov, “Shine”; la perspectiva muy personal
de Paul Newman en su estupenda “Harry e hijo”; o, finalmente, una de las
joyas de Yasujiro Ozu, “Había un padre”, que representa el valor de la
educación de manera soberbia con el tempo pausado y la sencillez que
caracterizan al director japonés.
Volviendo a “Nunca canté para
mi padre”, mencionar que el germen teatral se conserva en el filme con
corrección, dándose relevancia al texto en la confrontación dialéctica entre
los personajes, derivada de una situación en la que el repentino fallecimiento
de la madre de Gene (Hackman), desencadena en una tensión entre padre e hijo
caracterizada en la tozudez y egoísmo de Tom (Douglas), que justifica su
postura en el sacrificio que asumió al sacar adelante a su familia; y, por otro
lado, al afecto y a la obligación atávica de Gene de cuidar de su progenitor ya
decadente en su etapa senil.
El debate acerca de las
condiciones y ambiente de las residencias para mayores se expone con toda su
crudeza ya avanzado el relato, y del circunspecto semblante de Gene durante el
recorrido que efectúa por distintas instituciones considerando el posible
internamiento de su padre, se deduce la inviabilidad de un estacionamiento indefinido,
pero por supuesto, cómodo y poco generoso para quien quiere resolver un
inconveniente en el devenir de su vida.
Más allá de las preferencias
automovilísticas de uno y otro, por el Buick o por el Mustang; más allá de la
afición al western de Tom (nada que reprochar a su gusto fordiano), o la
proclive promiscuidad de Gene, nada escrupulosa y falta de remordimientos; la
propuesta es un enriquecedor y abierto planteamiento de las relaciones
familiares en las que cada miembro tiene sus razones, defendibles y
perfectamente admisibles, pero en donde finalmente los hechos escribirán la
historia (o imprimirán la leyenda).
“Alice dijo que no yo no
aceptaría la tristeza del mundo. ¿Qué importa si yo nunca le quise o si él
nunca me quiso a mí? Quizás tenía razón. Pero, aun así, cuando escucho la
palabra “padre” tiene importancia.”
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