“El ferroviario” (1956)
“Los niños adivinan qué personas los aman; es un don natural que con el tiempo se pierde.”
La cita que encabeza este
comentario, cuya autoría hay que atribuir al no muy reseñado pero interesante
escritor francés decimonónico Paul de Kock, sirve para centrar la admirable
propuesta costumbrista del director italiano Pietro Germi, en la que el discurso
narrativo lo asume Edoardo Nevola, el simpático y convincente niño que da vida
a Sandro, el benjamín de la familia Marcocci.
Hay que retrotraerse ocho años a
la producción de “El ferroviario” para encontrarse, precisamente en la
cinematografía italiana, dos maravillosas intervenciones infantiles cuyas imágenes
en blanco y negro han quedado como parte de la iconografía del siglo veinte. El
pequeño Edmund, deambulando por el derruido Berlín en “Alemania año cero”
de Roberto Rossellini; y Bruno, el hijo de un desafortunado trabajador
contratado para pegar carteles en “El ladrón de bicicletas” de Vittorio
de Sica.
En “El ferroviario” es
Sandro quien abre y cierra la trama, salpicándose sus apariciones en los
momentos emocionales más sobresalientes, apropiándose del relato y transmitiendo
esa sensación de confusión en el infante, que dota de sentido a la frase de Paul
de Kock a la que se ha hecho referencia al inicio. Es el transcurso de la vida
y sus correspondientes encontronazos lo que contaminará esa natural intuición de
cariño que se adquiere con el nacimiento.
Germi, además de dirigir el filme,
lo protagonizó e, igualmente, lo escribió, entre otros, con Alfredo Giannetti,
quien participaría también con el propio Germi en su exitosa “Divorcio a la
italiana”. Y, otro que también trabajó en ésta última y en “El
ferroviario” fue el prolífico y magnífico compositor musical Carlo
Rustichelli, que aquí desarrolló una gran banda sonora muy bien ensamblada con
los fotogramas en una historia de trenes en la que tiene cabida la camaradería,
la conflictividad doméstica y laboral, el alcoholismo e, incluso, la tarantela
napolitana.
Y ya en el epílogo, la Navidad
como período de redención. Muchas son las películas que utilizan el efecto
mágico de buena voluntad que se activa en el paréntesis navideño para darle una
justificación a sus guiones (una pena y un misterio insondable que la
repercusión de su “espíritu” no abarque la totalidad del año. El señor Scrooge
debería salir de la dickensiana ficción y emprender una gira internacional de
conferencias para exponer cómo fue su experiencia).
Pero a lo que iba, retomando el hálito
de la Navidad en el cine, considérense, por ejemplo, la sempiterna y psicoanalítica
“¡Qué bello es vivir!” o, ya en un entorno algo más cercano, la descarnada
perspectiva berlanguiana en “Plácido” (con la postrera tonada agorera y
oportuna en su contexto: “Madre en la puerta hay un niño, tiritando está de
frío, anda dile que entre que calentará, porque en esta tierra ya no hay
caridad, ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá.”)
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