“La sombra del actor” (1983)

La interpretación, ese artificioso mundo en el que se deja de ser lo que uno es para transformarse en otro. Abandonar la propia rutina, mentalidad y personalidad, para adquirir otras ajenas. Y no es una atribución exclusiva de los que se han dedicado o se dedican al arte escénico, porque ¿quién no ha sido intérprete alguna vez en su propia vida (o en toda ella)?

Tom Courtenay y Albert Finney, protagonizaron de manera memorable una de las mejores películas que se hayan podido rodar acerca de la interpretación. No en balde, la labor del elenco artístico a las órdenes de Peter Yates, de predominante nacionalidad británica, no podría haber dado como resultado otra calificación que no fuera la excelencia.

El relato del filme se construye a partir de las andanzas de una compañía teatral durante el asedio de los alemanes sobre Inglaterra en los peores momentos de la Segunda Guerra Mundial. Pero se centra, sobre todo, en las idas y venidas del actor principal, Sir (Finney), y su inestimable ayudante, Norman (Courtenay). La necesidad de montar nada menos que “El Rey Lear” confrontando el descontrol emocional del intérprete, con la fidelidad inquebrantable de su sensible compañero. El delirio quijotesco por la ficción y la actitud del escudero que tiene los pies en la tierra. Un fondo argumental muy reconocible.

La sombra del actor”, cuyo guion original es de Ronald Hardwood (hay otra versión posterior, “El vestidor”, de Richard Eyre), es precedente de “El amor en su lugar”, en la que su narración queda igualmente encuadrada en la farándula como fórmula de escapismo frente a la desastrosa y violenta realidad, en este último caso, la represión alemana al gueto de Varsovia en el mismo conflicto bélico.

En esta película de Yates que se reseña, hay algo también de canto del cisne, que hace recordar a dos maravillas del séptimo arte como son “Candilejas” y “El crespúsculo de los dioses”, separadas por sólo dos años de diferencia. Chaplin y Swanson, respectivamente, echando el resto al final de sus carreras en dos títulos que son recurrentes en las listas de obras maestras.

A continuación, un par de muestras de afecciones por mor de la interpretación. La persecución del personaje interpretado en pos del actor que le dio vida y, a la inversa, la identificación enfermiza de éste con el representado. Esto es. Béla Lugosi al fallecer, enterrado con su inseparable vestuario de vampiro. Y Johnny Weissmuller, en las postrimerías de su existencia y aquejado de demencia senil, hinchando sus pulmones para prorrumpir con su inolvidable grito que ponía en alerta a toda la jungla.   

Javier Puebla ha sabido recrear magníficamente en su obra esa interesada conversión de uno en otro. En su libro “Es extraña la amistad”, por ejemplo, con esa bendita y gratificante sorna que caracteriza su amena escritura, alude precisamente en un pasaje a la mimetización de Val Kilmer en el músico Jim Morrison en “The Doors” de Oliver Stone.

Impresionan, por otro lado, las sinceras confesiones a pie de camerino de dos actores tras su fracasado matrimonio (Lola Herrera y Daniel Dicenta), puestas al descubierto por Josefina Molina en “Función de noche”; o la mutación de Josep Maria Pou en Orson Welles, en “Máscaras”, un testimonio de perfeccionismo y amor a su profesión (curiosamente, Pou llega a declarar que anhela interpretar “El Rey Lear”)

Y, en definitiva, qué decir de la puesta en escena de “Magnani Aperta” por Arantxa de Juan, un recorrido dramático en torno a la actriz italiana, icono de la cinematografía mundial. El denodado trabajo y experiencia de la intérprete española, tomando como referencia la biografía de una leyenda, todo ello en un marco único, original y muy cercano. Una experiencia imprescindible para personas con inquietudes culturales refinadas. Escrito queda.

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