“Aftersun” (2022)
“CORDELIA: (…) A vuestra
majestad amo según mis lazos, ni más ni menos. (…) Me habéis dado vida, amor y
alimento. Y yo os correspondo como bien se debe, obedezco, os amo y mucho os
honro.” (Primer acto)
“LEAR: (…) Cordelia, Cordelia,
quédate un rato. ¿Eh? ¿Qué dices? Su voz fue siempre suave, amable y pausada,
algo maravilloso en la mujer. (…)” (Quinto acto)
Estos sentidos fragmentos están extraídos
de “El rey Lear”, que se encuentra en la cima del numen artístico de
Shakespeare, nada menos que entre “Otelo” y “Macbeth”. En el
citado texto, el vate inglés desmenuzó con mucha maña la relación afectiva
entre un padre y sus hijas.
Unos siglos después, Harper Lee alcanzó
su cenit literario con “Matar un ruiseñor”, un conflicto racial contado
desde la perspectiva de una niña que idolatra a su progenitor, Atticus Finch (el
lector casi siempre pondrá en su imaginario la incorruptible cara de Gregory
Peck, acentuada por sus inseparables gafas de pasta y su impoluta prestancia).
En esta misma línea argumental se
sitúa “Aftersun”, la propuesta muy personal de la joven directora
escocesa, Charlotte Wells, en su debut en el largometraje. Y para ello se
centra en el especialísimo vínculo de un padre y una hija durante un verano, un
período en el que los recuerdos se marcan de modo indeleble en la mente
infantil. Es una historia sin escenas melodramáticas, pero emocionante y
pletórica de elegancia, sutileza e inteligencia.
Wells, responsable también del
guion, ha desarrollado su trabajo de una forma tradicional y sencilla, con los
tres tiempos dramáticos marcados y enlazando de manera magistral las descriptivas
y serenas imágenes con breves diálogos, creando un admirable y fluido lenguaje
cinematográfico que hace que la obra, en su conjunto, adquiera todo el
significado que sugiere la única palabra que con tanto ingenio da título a la
película.
La filmografía acerca de la temática
en cuestión es abundante. “La luz de mi vida”, una distopía dirigida por
Cassey Affleck, en la que en el contexto de una mortal pandemia que afecta sólo
a las mujeres, sólo sobrevive una niña (una encantadora ratoncita de
biblioteca); otro filme destacable es “The quiet girl”, una criatura que
logra encontrar el cariño que sus padres le niegan, en el sincero apego de unos
tíos durante una breve estancia con ellos; o “Family Romance, LLD”, la
artificiosa maniobra de hacer creíble a una adolescente la existencia de un
padre mediante la intervención de una empresa nipona dedicada a inventar roles
familiares (ya, con anterioridad, Fernando León lo había expuesto casualmente en
su ópera prima, “Familia”).
El lado más oscuro del asunto se puede
localizar en el conocido mito de Ifigenia, el drama de Eurípides que fue
llevado al cine por Michael Cacoyannis; igualmente, en la infernal convivencia
familiar que desencadena un cataclismo existencial en “Caído del cielo”
de Dennis Hopper; o, por último, en el avance irremediable de la senilidad
puesta en escena por Florian Zeller en “El padre”, una interpretación
memorable de Anthony Hopkins con el fantástico y recurrente fondo musical del
romance “Je crois entendre encore” de “El cazador de perlas”, de
George Bizet.
Volviendo a “Aftersun”. La
virtud del filme de Charlotte Wells, al margen de la sobria y natural actuación
de sus protagonistas (Frankie Corio y Paul Mescal), reside en el planteamiento adoptado
por la realizadora de primar lo implícito sobre lo explícito, la visualización
más allá del fotograma, atrayendo así a una audiencia necesariamente
cualificada para poder descifrar la trama.
Detalles como la expresión
corporal (un baile, el taichi), la celebración de un cumpleaños en el lugar más
inesperado, o bien, la singular compra de una llamativa alfombra con encanto, sirven
para concluir, por qué no, en que los instantes de felicidad están precisamente
ahí, efímeros e incluso imperceptibles en su acontecer, pero identificables con
el transcurso del tiempo. Son, en su manifestación y concienciación, lo que debería
dar sentido a la vida.
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